OPINIóN
Cuando matar es espectáculo, lo hace el Estado y se muestra en cámara
La imagen se repite y duele: un cuerpo reducido en el piso, la cara contra el asfalto, manos yankiadas por el peso de quienes lo someten; al lado, una cámara que lo registra todo. Octavio Buccafusco y Facundo Molares, dos víctimas del mismo método.
Por Jeremias Giordano
En Vicente López, el 3 de septiembre, Octavio Buccafusco —que había pedido ayuda al 911— fue interceptado y reducido por la Patrulla Municipal; según relatos de familiares y organizaciones de derechos humanos, agentes lo presionaron boca abajo —con apoyo sobre espalda y cuello— hasta que dejó de respirar. La familia y organismos reclaman que lo que figura como “averiguación de causales de muerte” pase a un expediente por homicidio.
En la Ciudad de Buenos Aires, el 10 de agosto, Facundo Molares Schoenfeld fue reducido durante una represión policial en el Obelisco durante una manifestación. Las imágenes y testimonios indican que fue inmovilizado en posición prone (boca abajo), con agentes encima; el SAME constató un paro cardíaco, pero la familia y organizaciones sostienen que la asfixia producto de la reducción fue determinante. La Defensoría y reportes periodísticos detallaron demoras en la asistencia y el rol activo de la Policía de la Ciudad en el procedimiento.
Que ambos sucesos quedaran registrados frente a cámaras (la de seguridad barrial en el caso de Buccafusco; las cámaras de prensa y teléfonos en el caso de Molares) es un dato político: la agresión no ocurrió en la oscuridad ni fue escondida. Fue visible. Y esa visibilidad —más que un freno— se transforma en evidencia pública de una práctica que ya no parece sentir la necesidad de disimularse.
¿Por qué esto preocupa en términos técnicos y médicos? Porque existe una literatura y jurisprudencia que muestran cómo determinadas técnicas de inmovilización —apoyar peso sobre la espalda o el cuello, mantener a una persona boca abajo durante mucho tiempo, o ejercer presión torácica— favorecen la insuficiencia respiratoria y el paro cardiorrespiratorio (lo que en la bibliografía aparece como “positional/prone restraint” o asfixia por sujeción).
Casos emblemáticos en EE. UU. como la muerte de George Floyd, por rodilla en el cuello, y numerosos decesos asociados a inmovilizaciones de costal y torso, demostraron que la técnica mata y que la filmación no impidió el resultado. Estudios médicos y revisiones forenses han analizado cómo la posición prona y la compresión toraco-abdominal reducen la ventilación y pueden provocar un paro.
Entonces surge una pregunta política que atraviesa el país: si esas tácticas matan allí y aquí quedan registradas, ¿por qué siguen usándose? Parte de la respuesta está en las políticas de seguridad y en las alianzas institucionales. En los últimos meses y años el Ministerio de Seguridad, bajo Patricia Bullrich, publicitó acuerdos de cooperación y capacitación con agencias y contrapartes internacionales —incluyendo instancias de intercambio con organismos de EE. UU.—, y promovió una modernización y equipamiento intensivo de las fuerzas. Los comunicados oficiales dan cuenta de convenios para “asistencia técnica, intercambio y formación” con agencias estadounidenses y del envío de equipamiento y tecnología para las fuerzas.
Es legítimo y necesario diferenciar cooperación técnica en investigación criminal de la importación de prácticas operativas. Pero la historia reciente enseña que los modos policiales también se transfieren: tácticas, protocolos de inmovilización, capacitación en intervenciones urbanas y uso de equipamiento y tecnología pueden circular entre fuerzas.
En Estados Unidos, la militarización y la doctrina de control —más visible desde los años 2000— fue exportada a muchas policías latinoamericanas mediante cursos, donaciones y asesorías; y ese paquete incluye un enfoque donde la neutralización física inmediata a veces prima por sobre otras salvaguardas. La firma pública de convenios y las misiones de intercambio con agencias estadounidenses no son neutras en ese sentido: legitiman, institucionalizan y multiplican saberes tácticos que no siempre fueron suficientemente examinados por su impacto en derechos humanos.
Decir que hay una “culpa externa” sería absurdo: las decisiones las toman mandos y funcionarios locales. Pero también es verdad que las políticas ministeriales modelan incentivos institucionales. Cuando un ministerio prioriza “mano dura”, compra equipamiento militarizado, crea mesas de coordinación con las Fuerzas Armadas y celebra convenios de instrucción con agencias extranjeras sin controles claros de DD.HH., está creando un ambiente en el que el uso excesivo de la fuerza tiene más probabilidades de replicarse. En ese ecosistema, las muertes por asfixia en procedimientos de reducción —registradas frente a cámaras— dejan de ser accidentes aislados para convertirse en un patrón preocupante.
Finalmente: la comparación con EE. UU. no es retórica. Allí, casos como el de George Floyd desataron reformas parciales, pero también quedaron a la vista los límites de las sanciones y la persistencia de tácticas letales. Aquí, ante imágenes similares, la ciudadanía exige —y con razón— que la democracia no permita que la fuerza estatal se erija en sentencia. Exigir transparencia de las autopsias, independencia en las pericias, investigación penal efectiva y la revisión de protocolos de inmovilización es una tarea mínima. Exigir que cualquier convenio internacional incluya cláusulas claras de respeto a derechos humanos, formación en desescalada y prohibición expresa de técnicas de alta letalidad debería ser una condición no negociable.
Que dos muertes —Buccafusco y Molares— ocurran bajo reducciones que se ven en cámara debería bastar para que la política deje de banalizar la violencia estatal. Porque la democracia se mide también por la capacidad de frenar a quien detenta el monopolio de la fuerza cuando lo utiliza para matar.
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