OPINIóN
La imagen de esta crisis: una navidad bajo agua en Corrientes y Chaco
La lluvia no hizo más que revelar lo que ya estaba ahí: ciudades que crecieron de espaldas al agua, territorios que perdieron memoria y una crisis que no estalla, sino que vuelve, una y otra vez, como si ya nadie esperara que fuera distinta.
Por Jere Giordano
Hay crisis que entran a la historia con un ruido seco, como un golpe sobre la mesa. Y hay otras que avanzan sin estruendo, como el agua: no piden permiso, no hacen anuncio, no explotan. Se filtran. La Argentina —otra vez— parece atrapada en esa segunda forma.
No estalla: se inunda. No colapsa de golpe: se desborda lentamente, hasta que ya no se distingue dónde termina el problema y dónde empieza la costumbre.
Este diciembre, mientras los discursos políticos repetían promesas, estadísticas y números abstractos, la realidad cayó del cielo. En la capital correntina, más de 550 milímetros de lluvia acumulada en pocos días —con picos de más de 230 milímetros en horas— bastaron para que la ciudad revelara su fragilidad.
Calles convertidas en cauces improvisados, barrios enteros bajo agua, desagües colapsados. En el Gran Resistencia, más de 300 milímetros saturaron un territorio que ya estaba al límite. No fue una excepción: fue una confirmación.
La imagen de una Navidad bajo agua en las capitales del norte argentino, en Corrientes y Resistencia, dice más que cualquier gráfico económico. Familias armando mesas incompletas, celebraciones desplazadas a centros comunitarios, colchones húmedos, bolsas con ropa rescatada a las apuradas.
El agua entrando a las casas como entra la crisis a la vida cotidiana: sin ceremonia, sin épica, sin sorpresa. Porque ya pasó antes. Y porque, de algún modo, se sabía que iba a volver a pasar.
Las fiestas tienen algo cruel: obligan a repetir. Repiten el ritual, la fecha, la expectativa. Pero también hacen visible lo que cambió. O lo que empeoró. El mismo brindis, pero menos certezas. La misma mesa, pero más cansancio. Esa pedagogía de la repetición —como decía aquel texto— quizás sea la clave para entender este tiempo: no estamos frente a un acontecimiento excepcional, sino frente a la insistencia de lo mismo.
Sin embargo, reducir lo ocurrido a un “fenómeno climático” sería una forma elegante de quitar responsabilidades. Porque el agua no solo cae: también encuentra camino. Y esos caminos fueron trazados durante décadas.
La investigación de María Florencia Rus, desde la UNNE y el CONICET, muestra cómo el Gran Corrientes creció bajo una lógica de expansión privada, fragmentada y desigual, con urbanizaciones cerradas avanzando sobre áreas periurbanas de alto valor ecológico.
Humedales convertidos en suelo urbanizable, lagunas rodeadas o rellenadas, territorios pensados más como mercancía que como ecosistema. La ciudad creció, sí, pero lo hizo rompiendo su propio equilibrio hídrico.
Esa mirada se profundiza en la tesis doctoral de la doctora Elsie Araseli Ojeda, que reconstruye medio siglo de decisiones urbanas en Corrientes y muestra cómo el riesgo de anegamiento no es un accidente, sino una construcción histórica.
Desde los años setenta hasta hoy, el avance sobre áreas lacustres, la desconexión entre lagunas, la falta de planificación integral y la convivencia entre obras públicas y negocios privados fueron consolidando una ciudad cada vez menos capaz de absorber el agua que cae sobre ella.
Dicho de otro modo: no es solo que llueve más, sino que el territorio fue perdiendo su memoria. La memoria del agua, la memoria del suelo. Allí donde antes el agua se quedaba, ahora corre sin destino. Allí donde antes el territorio amortiguaba, hoy devuelve el golpe.
Hay algo profundamente filosófico en todo esto. El agua no es enemiga: simplemente sigue su lógica. Somos nosotros quienes olvidamos la nuestra. Y en ese olvido se parece mucho la crisis climática a la crisis económica y social: ambas son el resultado de decisiones acumuladas, de parches sobre parches, de creer que el problema siempre puede desplazarse un poco más lejos, hacia otro barrio, otra provincia, otro diciembre.
Por eso la crisis argentina ya no se narra en clave de estallido. Se narra en clave de implosión. No hay un momento decisivo, sino una erosión constante. No hay un punto de quiebre, sino una normalización del daño.
Aprendimos a convivir con la inflación como con la humedad. Con la precariedad como con el barro. Con la emergencia como con el calendario.
Y sin embargo, cada Navidad bajo agua nos recuerda algo incómodo: que lo extraordinario se volvió rutina, pero no debería serlo. Que lo inevitable muchas veces es apenas lo no discutido. Y que, tal vez, la verdadera crisis no sea que el agua vuelva a entrar, sino que ya no nos sorprenda que lo haga.
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