ANáLISIS
La condena a Cristina y la batalla por recuperar la política del campo popular
Más allá del fallo judicial, la sentencia refleja una disputa profunda sobre el poder, la democracia y el futuro del país, con un fuerte impacto generacional y social.
Un análisis de Nueva Mirada
En un momento crucial para la política argentina, la reciente confirmación de la condena a Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad reaviva un debate que va mucho más allá de una causa judicial: es una pulseada por el alma misma de la política nacional. La sentencia, que impone seis años de prisión y una inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos a una figura que ha sido elegida repetidamente por el voto popular, representa una línea de inflexión en un proceso que no empezó ayer.
Esta condena no se da en un vacío. Se produce en una Corte Suprema conformada en buena medida por jueces nombrados por decreto, una modalidad que según una encuesta realizada por Zuban Córdoba, el 76,4% de la población rechaza con fuerza, reflejando una crisis de legitimidad institucional que atraviesa el sistema judicial.
Este dato no es menor para entender el clima político actual, donde la justicia es vista con creciente desconfianza: el 46% de la población duda que la justicia haya actuado honestamente en este caso, y un 56,6% no cree que todos los argentinos sean iguales ante la ley. En medio de esta desconfianza, una amplia mayoría (61%) apoya la elección popular de los jueces, una propuesta histórica del campo nacional y popular que no ha logrado avanzar.
El fallo también es una pieza en la continuidad del lawfare en Argentina, esa guerra judicial y mediática que se intensificó tras el fin del gobierno de Cristina en 2015. No es solo ella la víctima: referentes como Milagro Sala, Amado Boudou y Julio De Vido sufrieron la cárcel y el escarnio público como parte de esta estrategia de disciplinamiento político. El silenciamiento o la tibieza de sectores sindicales y sociales, como la CGT, frente a esta ofensiva, agrega complejidad a un escenario donde la persecución busca no solo castigar a dirigentes, sino enviar un mensaje de miedo y control a todo el pueblo.
Esta pulseada tiene además un componente generacional muy marcado. La misma encuesta reciente, realizada tras la sentencia, revela una fractura profunda en la percepción social sobre Cristina Fernández. Mientras que el 53% en general considera que es culpable y el 40,8% que es inocente, en el segmento de jóvenes entre 16 y 30 años, el 71% la juzga culpable, frente a solo un 23% que la considera inocente. Entre quienes tienen entre 31 y 60 años, esa brecha se achica y el juicio está casi empatado, reflejando una mirada más matizada, resultado de haber vivido distintos gobiernos y experiencias políticas. En los mayores de 60 años, la brecha vuelve a ampliarse, con una mayoría que la ve culpable, fenómeno asociado al voto de Javier Milei.
Esta división generacional no puede leerse sin entender el contexto comunicacional: tanto la juventud como la tercera edad, las franjas que muestran mayor polarización, son los grupos más conectados a redes sociales y plataformas digitales, donde la circulación de información —y desinformación— es vertiginosa y muchas veces superficial. En este escenario, el debate político se reduce a fragmentos breves, formatos de consumo rápido y un flujo constante de fake news que afectan la percepción y la participación política.
Más allá del impacto de la condena, el diagnóstico social muestra una crisis más profunda: el ausentismo electoral creciente y la apatía política no son meros accidentes, sino consecuencia de una falta de respuestas estructurales. La justicia que no se reformó, la ley de medios que fue desarticulada y una estructura económica desigual y excluyente mantienen a una gran parte de la población en condiciones de precariedad y desamparo, especialmente a los jóvenes. Las condiciones laborales cercanas a la esclavitud y la falta de oportunidades solidifican la desconexión con la política tradicional y alimentan la desconfianza y el rechazo.
El desafío para el campo nacional y popular es inmenso y requiere, en primer lugar, una autocrítica honesta. Muchas de las propuestas que este espacio planteó cuando gobernaba el kirchnerismo —la democratización de la justicia, la reforma mediática, la transformación económica profunda— no se concretaron por falta de voluntad política, y esto se paga hoy con la persecución judicial a sus líderes y una crisis de representación.
No se trata de inventar nuevas banderas, sino de retomar esas demandas históricas, que tienen un respaldo social claro, como se ve en la encuesta que indica que la mayoría rechaza el nombramiento de jueces por decreto y apoya su elección por voto popular. Estas son las batallas que quedan pendientes y que es necesario llevar hasta el final.
Esta condena, entonces, es también una condena simbólica a la política y al Estado como instrumentos de transformación. En un contexto donde sectores como los libertarios celebran judicializaciones que debilitan el Estado, la política argentina enfrenta una crisis de representación y sentido. Se pone en disputa la capacidad del Estado para intervenir, transformar y garantizar derechos en un país donde el poder real sigue resistiendo.
La jornada histórica de movilización popular que acompañó la presentación de Cristina para cumplir la condena y la reciente prisión domiciliaria son síntomas de que esta batalla sigue abierta, en las calles y en la arena política. La pregunta es clara: ¿Qué lugar se quiere para la política en Argentina? ¿Se seguirá dejando que decisiones claves se impongan desde arriba, desde poderes económicos y judiciales cuestionados? ¿O se recuperará la política como herramienta de transformación y participación popular?
En esta disputa, la sentencia a Cristina es apenas un capítulo. El futuro de la democracia argentina está en juego, y no se define solo en tribunales, sino en la capacidad del pueblo de pensar, movilizarse y disputar el poder real.